
Editorial
La Ramona Cultural se deja de imprimir. Así lo anunció Santiago Espinoza, el director del suplemento cultural, el pasado 2 de septiembre. Como cientos de posts en redes sociales ya lo han repetido, La Ramona representa un legado de 20 años ininterrumpidos de periodismo cultural, más de 1,040 ediciones dominicales que resistieron gobiernos, crisis económicas y la transformación del ecosistema mediático. El cierre, más allá de lo editorial, es según Espinoza una represalia empresarial contra él como individuo por hacer públicas las condiciones laborales precarias que él mismo describe como ‘cuasi esclavizantes’.
Esta realidad, cruda y descarnada, nos empuja a escribir estas líneas. Entre otras cosas, este ejemplo, nos hace pensar cómo los proyectos culturales pueden verse comprometidos por conflictos que trascienden su propuesta editorial.
Pensamos en los veinte años y más de mil domingos en los que La Ramona acompañó a sus lectores. En el ritual íntimo de comprar el periódico Opinión, sabiendo que adentro venían esas 16 páginas (4 en estos últimos años) que convertían la mañana en algo distinto. En el gesto casi religioso de separar el suplemento del resto del periódico, de leerlo con la parsimonia que merecen los textos que uno sabe que perdurarán más allá del día. Pensamos, también, en aquellas páginas en las que los redactores de la casa vimos nuestros nombres impresos como autores de un artículo por primera vez, aún como estudiantes universitarios.
Como recordaba Andrés Laguna Tapia, uno de sus fundadores, La Ramona nació de «charlas de sobremesa» entre tres amigos que «daban sentido a nuestra existencia» conversando sobre cine, literatura y arte. Sergio de la Zerda, Santiago Espinoza y él se embarcaron en mayo de 2005 en «esa larga aventura» sin imaginar que estaban creando el archivo cultural más importante del país.
En esas conversaciones fundacionales, Paul Auster era una referencia obligada. Las películas «Smoke» y «Blue in the Face», donde el escritor neoyorquino incursionó como guionista, se habían convertido en territorio común de los tres editores. Laguna Tapia recordaba cómo esas cintas, centradas en los encuentros casuales en una tabaquería de Brooklyn, encarnaban el espíritu que animaría al proyecto: «esa capacidad para fundir lo canónico con lo marginal, lo tradicionalmente culto y refinado con lo pedestre y lo plebeyo».
“Ramona” es un nombre polisémico que evoca múltiples referencias del bagaje cultural de los fundadores. Una de ellas, “Cuestión de Fe”, película boliviana de 1995 dirigida por Marcos Loayza: la Ramona es la camioneta refaccionada en la que los protagonistas emprenden su peligroso viaje desde La Paz hasta San Mateo, transportando a la virgen encomendada por el Sapo Estivaris. La Ramona anda firme por el camino sinuoso, es testigo de las risas, del alcohol, de las traiciones, es la digna responsable de un viaje imposible y condenado.
«Nació el 2005 como un espacio de resistencia, acaso de guerrilla, para contener el avance abusivo de las revistas de sociales y farándula local», reza la descripción oficial del suplemento. Estas palabras, que parecían una declaración de principios romántica, resultan hoy proféticas. La Ramona resistió un Estado que abandona la cultura reiteradamente, cómplices disfrazados de ciudadanos que permiten el abandono y, ahora, su reciente cierre y crisis demuestra que la batalla cultural se libra también —y quizás sobre todo— en el terreno de las condiciones laborales.
Santiago Espinoza lo dice sin eufemismos en su post de Facebook: el cierre es una represalia contra su denuncia de los «abusos que desde hace años viene cometiendo Ceboce R.L., ducha de Opinión, contra los trabajadores que (nos) debe salarios y maltrata en un régimen cuasi esclavizante».
Los editores de La Ramona también se pasaron 20 años buscando algo mágico: la posibilidad de hacer periodismo cultural riguroso en un país que valora la cultura discursivamente pero la abandona económicamente. Como escribía Laguna Tapia en su homenaje: «Para un lector hedonista como vuestro servidor, hojear una década de la RAMONA es encontrar el registro generoso y equilibrado de una vibración cultural que no se estanca, que crece, desarrolla y abre al mundo». Esa «vibración cultural» no se puede medir en números de tiraje, pero sí en la calidad del debate cultural boliviano, en la sofisticación de los artistas que crecieron leyéndola, en la existencia de un público que valora la complejidad.
El próximo domingo, por primera vez en 20 años, no habrá Ramona Cultural en los kioscos de Bolivia. Pero en una filosofía de los intentos, los fracasos y las mil derrotas, creemos que la batalla no termina, a la vieja camioneta aún le quedan refacciones por delante antes de concluir su viaje, y esas páginas que archivan la cultura de una ciudad y todo un país aún tienen mucho más por contar.
Aún no ha llegado el fin.