Treinta y ocho grados de desconfianza: Un relato de sospecha y aislamiento en Beni

por | Sep 12, 2025 | FronterasVisibles

El sol se esconde por un momento tras las nubes, pero el calor no da tregua, ni siquiera el aire acondicionado del auto logra refrescar la atmósfera espesa que inunda las calles de Beni. Son apenas las siete y media de la mañana y el termómetro ya marca los 38 grados. Con la bruma del trabajo, apenas se distingue si es miércoles o domingo, aunque las campanadas de la Catedral de la Santísima Trinidad parecen confirmar lo segundo, aunque aquí los días tienen otra lógica, más marcada por el clima que por el calendario.

Mientras el polvo de las calles sin asfalto se levanta a cada paso,un recuerdo atraviesa la mente, una expectativa sobre este lugar que los dos días en bus no son suficientes para cambiar,  pero lo poco que se ve desmiente los clichés mediáticos. En la televisión nacional, la narrativa tiende a homogenizar el oriente boliviano: se repite que sus habitantes son cálidos, abiertos, alegres, “alaracos”, le dicen ellos. En cambio, en Beni –territorio inmenso que limita con Brasil y se interna en la Amazonía como un umbral sin puerta– lo que domina es otra cosa: la informalidad como norma, y la desconfianza como sistema de defensa.

Aquí no se pregunta mucho, y se observa de reojo. El forastero es bienvenido solo si no hace muchas preguntas, si no mira demasiado, si no juzga. Aunque, irónicamente, todo el mundo juzga. Es difícil disimular la sorpresa cuando pasa un Porsche nuevo por las calles de tierra, todos lo ven, pero nadie pregunta. Las autoridades y las leyes están, pero quien predomina es la sospecha, en un contexto donde el narcotráfico y el contrabando parecen haber echado raíces profundas, la precaución es más valiosa que la transparencia.

La región, con más de trescientos ochenta y dos mil kilómetros cuadrados y fronteras vulnerables, es parte de una red de flujos ilegales que aprovechan el aislamiento y la escasa presencia del Estado. En pueblos como Magdalena, San Joaquín o Guayaramerín, se han identificado pistas clandestinas de aterrizaje construidas dentro de haciendas privadas. Se dice que los “narcovuelos” vienen de Santa Cruz, donde se forman pilotos en academias privadas cuyo costo puede cubrirse con apenas unos cuantos viajes cargados de estupefacientes.

El caso del narcotraficante Fabio Andrade, detenido en Brasil con media tonelada de droga y conexiones familiares con figuras políticas del MAS, puso momentáneamente a Beni en el mapa noticioso, pero duró poco. Los canales mediáticos no se aproximan con frecuencia y las novedades no circulan con velocidad: quedan atrapadas entre ríos sin puentes, vuelos semanales y caminos de tierra que en época de lluvias se convierten en lodazales. Las historias se diluyen en cada fiesta patronal, donde parlantes enormes reemplazan cualquier intento de conversación y callan los fantasmas de los que desaparecen de pronto.

Hallazgo de pista clandestina en Beni

El tejido social opera en otra lógica: familias extensas, redes de compadrazgo, lealtades que resisten al tiempo y al Estado. La informalidad no es solo económica, es estructural. Hay clanes que controlan la extracción ilegal de oro, las redes de contrabando de autos chutos y el paso de mercancías desde y hacia Brasil. En el puerto sobre el Mamoré, los pocos funcionarios de la Aduana, Policía o Armada no dan abasto, lo que permite que el comercio informal brille durante el día, entre barcazas, contrabandistas, informantes y comerciantes sin papeles, moviendo un sistema completo que funciona al margen, pero en las mismas rutas de importación.

La violencia, aunque silenciosa, está presente, no siempre con armas, pero sí con miedo. Con esa sensación de no saber quién está detrás de qué, de que cualquier pregunta puede ser malinterpretada, de que no conviene confiar ni en la policía, ni en el vecino, ni en uno mismo. A todo esto se suma el clima. No solo quema la piel, también desgasta la mente, el calor excesivo incrementa emociones negativas como la irritabilidad, la ansiedad, el estrés, y aquí, donde hay días en que el aire se siente como una manta húmeda que ahoga, esa presión se mezcla con la incertidumbre. Se vive en alerta constante.

Las condiciones de vida tampoco ayudan, en zonas rurales del país apenas el 69% tiene acceso al agua potable y el 45% a saneamiento básico, y en Beni, pese a su riqueza natural, se arrastran carencias estructurales. La presencia estatal es desigual y las instituciones, cuando existen, son frágiles o están cooptadas. La única sensación clara es la de no pertenecer, de sentirte un extraño en tu propio país, y cuando uno empieza a extrañar cosas tan simples como un abrazo sin sudar o una conversación sin dobles intenciones, es cuando entiende que el calor más difícil de soportar no es el del clima, sino el del silencio espeso de lo no dicho.

Isabel Panozo 
12 de septiembre de 2025

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